miércoles, 24 de abril de 2019

Ann, la vendedora de hechizos


Ann es una bruja y hoy es su primer día de trabajo. Ella trabaja vendiendo su trabajo de puerta en puerta.

Es su primer día y ya es declarado el peor de todos.

Vio la puerta de la casa 125 con temor. Este era un día caluroso y la ropa negra solo lo potenciaba.

“Debí usar el morado”, pensó. 

La puerta era enorme, un jugador de baloncesto podría pasar sin agacharse. Esto la sorprendió porque la puerta de su cabaña era pequeña. Ann la superaba por una cabeza. Sus padres eran los peores albañiles y carpinteros de la historia. Ann no pudo contar las veces que se golpeó la nariz.

Un dolor fantasma la golpeó en la nariz. Ann se rascó hasta que enrojeció.


-          - Necesito algo más fuerte.
       
Sacó una botella de su maletín, era diferente al resto. Era una botella pequeña de cuello alargado. Bebió un trago y se sintió mejor. No era un elixir mágico que convertía la ansiedad en un tierno corderito.

Era delicioso alcohol. Ann se lo cambió a un vagabundo por una pócima que podía mejorar el sabor de cualquier cosa.

-        -  Un trato mejor.- se dijo a sí misma, y “sí misma” estuvo de acuerdo.  

El alcohol le dio valor para tocar el timbre. Lo hizo. Esperó pero no fue mucho tiempo. La puerta se abrió. Ann sonrió, el maletín pesaba como los mil demonios del infierno.

Lo soltó con suavidad. El hombre que le abrió era de mediana edad, sus cabellos tenían los días contados. Se ajustó los lentes para ver mejor a la persona que tocó el timbre.

No era la mensajera que le traía los recordatorios de impuestos atrasados para el distrito. Llevaba una blusa y una falda, ambas negras. Encima de su cabeza reposaba un sombrero puntiagudo. En el suelo, al lado de sus zapatillas deportivas había un maletín de piel marrón.

Era una vendedora.

Era casi imposible adivinar qué era lo que vendía. Seguramente algo relacionado con Halloween.

Ann se dio cuenta que su cliente le miraba la falda. Ann se arrepintió de habérsela puesto, no tenía otra opción. Era la única ropa limpia que le quedaba. El resto estaba infestado con olores desagradables de lugares desconocidos, eso incluye el infierno.

-          Si buscas vender algo.- habló el señor-. No quiero nada. 

El hombre cerró la puerta pero su acción quedó obstruida por el pie de Ann. Ella estuvo leyendo libros sobre ventas y como promocionar tu producto. Sin embargo este truco lo sacó de un programa que vio en la televisión.

Funcionó ahí y funciona acá.

La puerta quedó medianamente abierta revelando la mitad del cuerpo de Ann. El sombrero le cubrió su larguísima cabellera castaña.

-          Sé que odian a los vendedores.- Ann practicó en el espejo durante horas para que su voz sonara accesible para los oídos de otras personas-. Pero yo soy diferente, ¿Qué es lo que me hace diferente se preguntará?- Ann no esperó una respuesta. Continuó-. Yo ofrezco productos únicos como por ejemplo:

Ann detuvo su discurso, no era una pausa dramática. Algo realmente la sorprendió.

-          ¿Sus ojos?- preguntó Ann. Ella veía a una criatura de más de dos ojos.

-          ¿Qué pasa?

-          Sus ojos…son de diferente color.

El señor se calmó. No era nada grave.

-          Si.- admitió-. Es un defecto de nacimiento aunque yo no lo llamaría defecto.
Le gustaba su autoconfianza, pero también era algo malo. Si su cliente era seguro de su mismo no necesita nada. Si no necesita nada es lo mismo a no tener una venta.

-          ¿Los colores de mis ojos te asombraron?- estos eran verde y mostaza.

El cerebro de Ann trabajó a mil por hora. Tenía que formar una idea en la mitad del tiempo que de costumbre. Lo consiguió. La idea fue producida.

-          Me sorprendió porque yo también tengo ojos de diferente color.

Ann se quitó el sombrero dejando ver sus ojos. No solo, una maraña de cabello se dejó ver. Cubriendo toda la espalda de Ann. La suave brisa le daba un poco de vida. 

-          No todos los días te encuentras a alguien con la misma condición frente a frente.- explicó Ann-. Es como encontrarse con alguien con tres brazos o tres piernas.

Al señor no le gustó la analogía. Pero lo que menos le gustó era que le engañaran. Volvió a cerrar la puerta. El pie obstruye puertas de Ann volvió a hacer su trabajo y lo hizo bien. Lástima que no pueda volver a hacerlo por un tiempo, quedó muy dañado en el proceso.

Ann trató de reprimir la mueca de dolor.

-          ¿Por qué hizo esto?- Ann arrastraba las palabras, como un sujeto deshidratado arrastrándose en un desierto.

-          Porque eres una mentirosa. Tienes los ojos normales, castaños.

Ann intentó que su sonrisa no fuera diabólica. Suele funcionar con sus sujetos de experimento pero no con clientes. Varias puertas se le cerraron solo por la forma de sus labios al sonreír.

-          ¿Dije “tengo”? Disculpe, quise decir tendré.

El señor se rascó la calva. Ann consiguió confundir a su cliente.

-          ¿Qué quieres decir?

Ann abrió su maletín. Estaba lleno de botellas de todos los colores conocidos por el hombre. Sacó una botella azul. Al señor esas botellas le recordaron a esas botellitas que servían en los aviones en esos tiempos en los que viajaba por cuestiones de trabajo.

La única diferencia era la tapa. Tenía un cuentagotas.

El cuentagotas absorbió el líquido extraño. Sin previo aviso se las puso en el ojo derecho, dos gotas. Parpadeó varias veces el ojo. Ann tenía un tic nervioso. Su ojo lagrimeó levemente soltando un breve hilo de llanto. Ann se convirtió en una actriz que debía llorar en una escena pero solo hacía la mitad del trabajo.

Ann se secó las lágrimas con un pañuelo. Abrió el ojo y los cambios aparecieron. Ese color castaño desapareció por completo. Un azul zafiro lo reemplazó dándole a la brujita un toque más exótico.

Ann vio los resultados con un espejo que sacó de su falda. Fue satisfactorio. Soltó un silbido de admiración.

Retiró el espejo y dejó que su cliente la viera. Este se quedó boquiabierto ante semejante espectáculo de magia.

-          El azul me queda perfecto.- dijo Ann. Bajo la opinión del señor los ojos de diferente color no le hacen ningún favor a su apariencia-. ¿Qué opina?- preguntó Ann curiosa.

El cliente se tardó unos eternos segundos en responder.  

-          Se ve bien.- respondió.

-          Excelente.- dijo Ann. Se dirigió a su cliente con más atención-. Tengo de todos los colores. Podría cambiar de color de ojos las veces que quiera. Un color distinto cada día. El lunes, azul; el marte, verde; el miércoles…

El cliente la interrumpió. 

-          -    Ahora mismo no necesito un cambio de color de ojos. Soy feliz con los que tengo ahora. 

       “Feliz”, una palabras que Ann estaba aprendiendo a odiar. 

      -  ¿Seguro?- Ann quería quemar todos los cartuchos antes de pasar al siguiente desafío.

Su cliente asintió.

-          Sería raro que mis amigos, familiares y compañeros de trabajo me vieran con un color de ojo distinto cada día.

Buen punto. Pero ella no se iba a rendir. Su meta era venderle algo y lo va a cumplir.

-          Entiendo.- Guardó la botella en el maletín. Este siguió abierto. El cliente se dio cuenta que el show no había terminado-. Pero…

El cliente la interrumpió, de nuevo. 

“Espero que esto no se vuelva una costumbre”, pensó Ann.

-          Si tienes más productos que ofrecerme te invito a que pases. Hay un sol asesino y no puedo estar parado mucho tiempo.

La idea de sentarse fue tentadora para Ann, aceptó. Las piernas de Ann estaban a punto de ponerse en huelga y dejar de trabajar. Una decisión correcta después de obligarlas a trabajar más de la cuenta. ¿Quién sabe cuántos kilómetros estuvo caminando?

El señor se ofreció a llevar el maletín. Ann quería cargarlo a pesar de su peso excesivo.

La casa del cliente era pequeña por fuera; era una madriguera, no un templo. Era de un rojo seductor a la vista, pero algo arruinado por los grafitis de algunos desadaptados. Por dentro era un lugar acogedor, de paredes blancas y suelos de mayólica recién instalados.  Los muebles estaban cubiertos de una tela azul con rombos verdes. Eran los clásicos muebles que uno encuentra en cualquier hogar de clase media: dos individuales y uno para tres.

El cliente la invitó a sentarse. Ann se sentó en uno de los sillones individuales, cómodo, y puso el maletín en el suelo. La mesita de madera, que se encontraba frente a ella, no se veía muy resistente. Las patas eran el hogar de las termitas, se romperían en pedazos por el repentino aumento de peso.

-          ¿Está seguro que no desea el tinte para ojos? Le pregunto porque esta oferta no se ve todos los días.

-          Existen las lentillas.

-          Son muy caras.

El cliente negó con la cabeza. Eso era una respuesta contundente para Ann.

-          ¿Tiene hambre?

-          ¿Vas a ofrecerme algo?- bromeó el cliente.

Ann no encontró el chiste gracioso. Se rio de todas maneras.

-          Si, ¿Le gusta el pavo?

-          Me encanta.

-          Yo lo odio.- esa respuesta sorprendió al cliente, ¿Quién puede odiar el pavo?-. Odio su sabor, pero me gustan los plátanos. Son una delicia.

-          ¿Adónde quieres llegar?- preguntó el cliente.

-          Paciencia… ¿Podría decirme su nombre?- Ann se dio cuenta de que no había dicho “por favor”.

Le dijo que se llamaba Alberto Mendoza.

Su reloj sonó. Una pequeña alarma.

-          El tiempo es ahora.

Se quitó el sombrero, lo puso boca arriba. Hizo un breve movimiento de dedos y metió la mano al sombrero. Alberto pensó que iba a sacar un conejo del sombrero.
La mano de Ann entró por completo, junto con su antebrazo, siguiendo de su brazo. La boca del sombrero se hizo más grande. Ann pudo meter toda su cabeza, el sombrero no dejó de crecer. La mitad del cuerpo de Ann no tardó en entrar. Desde el punto de vista de Alberto Ann estaba siendo succionada por el sombrero.

Alberto notó unos puntos blancos alrededor de la boca del sombrero.

¿Serán dientes?

Por Dios que pregunta más estúpida. Alberto la desechó inmediatamente.

Ann salió del sombrero poco a poco, salvo por los brazos. Estaba cargando algo pesado. Alberto pensó que se trataba de algo más oscuro, que la criatura dentro del sombrero la estaba devorando. Este se puso de pie, sin embargo Ann le dijo que se detuviera, que no era necesario.

Del sombrero sacó una bandeja. Sin embargo la bandeja no era lo más importante. Lo que importaba era el pavo al horno bien jugoso. Su olor acaparó toda la sala. Alberto se acordó de la navidad, pero sus recuerdos eran diferentes a lo que estaba viendo. Alberto recordaba una navidad con una casa llena de personas, y sin pavos saliendo de la nada. Usualmente los reservan con semanas de anticipación.

El hambre le hizo olvidarse de sus recuerdos navideños. Se acercó lentamente al pavo, pero Ann lo detuvo con su palma. Ella le pidió que regresara a su asiento. Alberto obedeció. Era extraño que una adolescente le esté dando órdenes en su propia casa, ¿Qué tanto poder tendrá la muchacha sobre él?

Ninguno, otra pregunta desechada.

-          Todavía no está listo.- dijo Ann. Acompañó su frase con una risita.

El pavo era perfecto tal como será, según Alberto. Era de los pavos más apetitosos que había visto en su vida. Ojala su sabor sea igual de bueno como su apariencia.

-          ¿Qué le podría faltar?- preguntó Alberto intrigado.

-          Solo un pequeño ajuste. 

Sacó una botella de líquido amarillo. Parecía la orina de alguien con problemas renales. Alberto sintió nauseas al ver a la bruja echarle tres gotas de esa cosa al pavo.

El pavo brilló como una luciérnaga. El brillo duró poco. Ann sacó un cuchillo, un tenedor. Cortó un trozo y se lo comió. Soltó un chillido que Alberto definió como: femenino y juvenil.

-          Es una delicia.- dijo Ann después de comer. Es una pócima que cambia el sabor de los alimentos, ¿Le mencioné que no me gusta el sabor del pavo, pero me gusta el plátano?- Alberto asintió. Ann levantó la botellita, cuyo contenido seguía más o menos igual-. Esta es de sabor a plátano. Puede darle ese sabor a cualquier cosa: un guiso, queso, agua, lo que desees.

Ann le ponía mucho empeño a su presentación. Se va a ganar a Alberto tarde o tempano, le comprará algunos de sus productos. Lo más importante es que ganará su billetera. Ann lo sabía. Estaba yendo por un camino prometedor. Esto resultó ser una buena idea.

-          ¿Quiere probar un poco?- preguntó Ann completamente drogada por la confianza.

La pregunta lo agarró por sorpresa. Desde hace tiempo que un “si” o “no” habían sido tan difíciles de pronunciar. Desde esos días en los que decir esas palabras de dos letras significaba la compra de una empresa o la reducción de personal.
Tragó saliva.

Ann también se puso nerviosa, ¿Por qué se tarda tanto en responder?

¿Por qué luce tan pálido?

Es solo una palabra. Dos opciones. Que diga que “si”.

-          No se preocupe, no le pasará nada. Yo también lo he comido.- Ann cortó otro pedazo y se lo comió. La alteración drástica de sabores era maravillosa.

-          Está bien.- Alberto se rascó la rodilla con pasión. Ann pensó que se trataba de una nueva infección. Una de la que no quería contagiarse. Malditas rodillas descubiertas.

Ann aplaudió ante el actor de valentía de Alberto. Esperó no haber sonado condescendiente.

Ann cortó el trozo más pequeño que pudo, podría ser comido de un bocado. Le entregó el tenedor a Alberto. Este lo recibió, le recordaba a esos tentáculos vivos que comen los japoneses en esos reportajes de platillos exóticos.

Lo probó. Lo masticó. Lo tragó. Lo hizo con precisión. Ann esperaba, impaciente, a que le diera su veredicto. Le picaba la rodilla, al regresar a casa se echaría un ungüento, fabricado por ella misma.

Ann se veía como una chef profesional mostrándole su trabajo a un prestigioso crítico. De esos que son exigentes, que adoran la comida, y si no adoran lo que están comiendo la escupe. Ann comenzó a sudar del nerviosismo.

-          ¿Qué le pareció?- preguntó Ann, cansada de esperar.

-          Sabe a plátano.- concluyó Alberto.

“Espero que no le ponga menos de tres estrellas”, pensó Ann.

-          Es raro sentir la textura del pavo en la boca, pero con sabor a plátano.

-       Créeme te acostumbraras.- explicó Ann. Quería añadir: “De la misma forma que yo lo hice”. Ann agarró el maletín de piel de animal indefinido y lo puso en su regazo. Lo abrió. Las botellas, llenas de líquidos de distintos colores, la estaban esperando. 
Listas para su decisión final.

-          ¿De qué sabor quieres? Tengo fresa, vainilla, chocolate, limón, pescado frito.
Ann quería mencionar más sabores, cincuenta más. Pero la negativa de Alberto la hizo callar la boca.

-          No creo que cambiar de sabor a una comida me vaya a servir de algo.- admitió Alberto.

-          ¿Cómo qué no? Imagina que preparas un asado y deseas que tenga sabor a chocolate, ¿Cuándo tengas esa emergencia a quien vas a llamar?

-          A nadie. No creo que vaya a tener una “emergencia” de esa naturaleza.

Era un buen argumento. Sin embargo dentro de su cabeza se preguntaba: ¿Qué hice mal?

Ann se calmó rápidamente, no había tiempo de llorar. Ann no iba a rendirse, quería venderle algo y lo iba a hacer. Sus ojos se convirtieron en sensores que puedan determinar el nivel de necesidad de alguien.

Por ejemplo: La vitrina de los platos estaba cubierto de polvo.

Ann tenía un spray que le daba vida a las motas de polvo. No solo eso, también podías controlarlas. Con solo una orden las motas se polvo se irán a varios kilómetros de tu casa. El problema era que el polvo formaba una atracción peligrosa hacia la persona dominante.

Un día Ann despertó con todo el cuerpo cubierto de polvo, era como si le hubiera dado un abrazo con una tormenta de arena. Tuvo que darse 20 baños seguidos para deshacerse ellos. Imposible. El polvo era algo que nunca desaparecerá.

La calva de Alberto captó su atención. Era un virus que se dedicaba a destruir el cabello dejando un terreno baldío. Un foco se encendió encima de la cabeza de Ann, pero era un foco que funcionaba a la mitad de su capacidad. 

Ella creó una pócima que hacía crecer el cabello. Sería un invento revolucionario si funcionara de verdad.

El producto sin funciona, hace crecer el cabello de inmediato. Una cabellera larga, abundante y juvenil a la orden. Con una personalidad suicida. Un momento, eso no estaba en el menú. El cabello de Ann creció tanto que llegó al suelo, era un velo de novia al natural.

Era una buena forma de anunciarlo.

El cabello se movía solo y lo primero que hizo fue enredarse en el cuello de Ann, y hacer un nudo más apretado. Ann se lo cortó de inmediato. Era el cabello o la vida.
Siguió buscando.

El hombre usaba anteojos, de montura negra y luna fina. Alberto podría hacerse pasar por alguien ilustre. Lástima para Ann que su fórmula para curar la ceguera estaba en proceso de perfección. Algunos de sus conejillos de indias perdieron la razón después de que Ann aumentara su capacidad de ver.

Pudieron ver cosas que ningún conejillo de india podría ver en su vida.

-          Creo que podría servirme las botellitas esas.

Esas fueron las palabras más bonitas que Ann había escuchado en todo el día. “Todo el día” se puede resumir en puertas cerradas con violencia y negativas groseras por parte de personas que no deseaban ser molestadas.

-          ¿Cuáles? Tengo muchas  que no aún no le he enseñado.

-          Quiero un tinte para ojos y esa que cambia el sabor de la comida. Voy a dar una fiesta este sábado e invitaré amigos y creo que tus pócimas me servirían para impresionarlos.

Le preguntó sobre el color y el sabor. Alberto respondió: Naranja y chocolate. Ann metió las dos botellas en una bolsa de papel, que sacó del sombrero, y se la entregó a Alberto. El precio era de 10 soles cada uno. Precio que Alberto pagó sin problemas.

Ann se sintió realizada al recibir el dinero. Cualquier fanático de películas y series de zombis diría que ella regresó de entre los muertos. Su palidez había desaparecido casi por completo. La piel pálida de Ann se debía al poco tiempo que tomaba un baño de sol, un par de minutos al día.

Ann estaba tan contenta por el pago que le dio un beso al billete. Sus labios chocaron con el rostro del representante. Lo hizo con pasión, como si estuviera besando a alguien de su edad y buen atractivo, en lugar del rostro de alguien que murió hace más de 50 años.

Alberto se aclaró la garganta sonoramente. Ya no quería seguir viendo este espectáculo aderezado de mucha vergüenza ajena. Era divertido al principio pero sintió que la broma se alargaba demasiado.

Ann enrojeció, no se notaba con la palidez de su piel. Guardó el billete en el bolsillo de su falda. Ann se olió la mano, el olor del billete se había impregnado en toda su mano. Era un olor extraño y que solo se podría calificar como olor a billete.

Ann tenía un bulto en la garganta, del tamaño de una manzana de Adán. Ya va siendo hora de que le cambie la voz.

-          Como no va a comprar nada más me retiro. Muchas gracias.

Ann se levantó del sillón. Un poco de polvo se acumuló en su falda, se lo limpió con las manos. Fue un trabajo deficiente. Le dio la mano a Alberto, este se aseguró de no apretar muy fuerte.

Ann hizo una pequeña reverencia quitándose el sombrero. De la boca del mismo cayeron dos diamantes. Ann los recogió rápidamente y los regresó a su hogar, dentro del sombrero.

-          Espera.- dijo Alberto después de ver esa escena.

Ann le preguntó a Alberto que era lo que deseaba y esperó la respuesta.

-          Quiero comprar otra de tus pócimas.- le explicó.

-          ¿Quieres impresionar a tus amigos de un modo más extremo?

Alberto asintió.

Quería eso y mucho más.

Ann se sentó en el sillón individual, sí que era cómodo. El maletín regresó a su regazo.

-          Antes quería preguntarte algo.

-          ¿Qué?

-          ¿Por cuánto me venderías ese sombrero?

-          No está a la venta.- era una conclusión que no estaba abierta a debate o negociación.

-          Lo supuse.- susurró Alberto. Ann no pudo oírlo-. Que calor hace, ¿No crees?
Ann hizo un abanico con su mano izquierda e intentó darse aire al rostro. Funcionó por unos segundos. Era una acción muy cansada.

-          ¿Quieres un poco de refresco?

Ann tenía sed y no tenía problemas en aceptar el ofrecimiento de un desconocido. Alberto fue a la cocina. Le tomó tres minutos en preparar las bebidas, dos vasos con un líquido naranja. Ann pensó podrían pasar por una de sus fórmulas sin complicaciones.

-          Sírvete.- dijo Alberto tratando de ser el mejor anfitrión posible.
Ann agarró un vaso y le dio un trago.

-          Tengo la fórmula perfecta para usted.- explicó Ann, refrescada y entusiasmada.

Ann le mostró un frasco de píldoras, parecidas a esas que te receta el doctor. Era el único frasco cuyo contenido no era líquido. Estaba lleno de tabletas ovaladas rojas y blancas. Ann bostezó. Sus ojos le pesaban como si se hubieran convertido en bolas de billar.

-          Si deseas impresionar a tus amigos.- bostezo-, solo tienes que tomar una y tendrás las habilidad de levitar por 30 segundos.- bostezo y risa cansada-. Será el combustible perfecto para un incendio de videos virales. Solo asegúrate de…

Ann se apagó. Si se lo preguntan Ann le iba a decir esto: “Solo asegúrate de tener un colchón en el suelo. Eso o varios pares de manos que puedan atraparte”.

Ann se quedó dormida con la boca abierta. Una mosca entró pensando que se trataba de un hotel de cinco estrellas con piscina. Alberto se acercó a ella con sigilo, de puntillas. Era Indiana Jones apunto de llevarse un tesoro místico. Tenía la forma de un disfraz sacado de la tienda de disfraces más cutre pero que albergaba poderes inimaginables.

Le quitó el sombrero. El enorme cabello de Ann le cubrió los ojos, y parte de la cara. Parecía fantasma de película de terror japonesa. Alberto ignoró a la muchacha, luego se desharía de ella. Le dio tantos somníferos como para mantenerla dormida por una semana. La dejará en un lugar lejano, tan lejano que le asegure que nunca más volverá a verla.

Se quedará con el sombrero. La formulas las tirará por el drenaje, no sirven para nada.

Alberto revisó el sombrero. Era un sombrero común y corriente en apariencia, salvo por los puntos blancos alrededor de la boca. ¿Cómo funcionaba? Vio que la muchacha sacó un pavo entero del sombrero.

Solo metió la mano. No dijo ningún “Abra Kadabra” o “Hocus Pocus”

Alberto movió los dedos de su mano, de la misma forma que lo hizo ella. El fondo del sombrero era solo tela, manchas y un ojo que lo miraba fijamente.

¿Un ojo?

Los puntos blancos comenzaron a crecer hasta tomar una forma puntiaguda. Colmillos. Son los colmillos de un perro rabioso. Alberto gritó aterrado y soltó el sombrero. De la boca del mismo salieron tentáculos blanquecinos, tan fuertes como para levantar el sombrero. Los tentáculos crecieron hasta darle la habilidad de saltar.

 El organismo saltó a la cabeza de Alberto, sus tentáculos cubrieron su cuello. Alberto quiso gritar pero le faltaba el aire, el interior del organismo callaba sus gritos, y los colmillos se clavaron en su cara.

Toda su ropa y parte del suelo se habían manchado de sangre.

Lo último que Alberto vio fue un apéndice con forma de punta. Este se acercó con violencia a su frente. Se clavó en su frente, atravesar el cráneo fue fácil; llegar a su cerebro, todavía más. El organismo terminó de comer, se alejó del cadáver de Alberto y avanzó hasta el cuerpo inerte y sentado de Ann. Todo ese horror no la había despertado. El horror intentó despertarla acariciando su rostro con sus tentáculos pero la estrategia no funcionó.

Uno de sus tentáculos entró a la boca de Ann y le hizo un lavado de estómago rápido. El organismo concluyó que su mejor amiga había sido envenenada. Había un 50% de posibilidades de que fuera cierto. Si ese era el caso Ann se lo agradecerá en cada con cerebros de animales.

Si era falso…al menos Ann recibió un lavado de estómago gratis.

Ann despertó a la mitad del proceso, hizo ruidos guturales al ver la operación que le estaban realizando sin su consentimiento. La operación terminó y Ann vomitó el refresco, los somníferos y bilis en el cadáver de Alberto.

Ann tenía migraña. De esas que te atormentaran hasta tu lecho de muerte. Había un concierto de Heavy Metal dentro de su cabeza.

-          ¿Qué está pasando aquí Bernie?

Ann se dio cuenta de algo aterrador.

-          ¿Qué haces mostrando tu verdadera forma? ¿No ves que tenemos un cliente?
Ann se paralizo al ver el cuerpo semi decapitado de Alberto. Qué bueno que estaba sentada, sino se habría desmayado.

-          Bernie, ¿Qué demonios…?- Ann se quedó sin habla.

El horror abrió su único ojo, estaba en la punta de su cuerpo. Este miraba a Ann tristemente. Era la expresión de un perro regañado que no sabía porque lo regañaban. Bernie respondió con un ruido extraño, propio de los calamares.

-          Dices que Alberto me drogó y quería secuestrarte, ¿Por qué?

Bernie le entregó uno de los “diamantes”. Ann se lo comió. Eran unos caramelos deliciosos.

-          ¿por esto? ¿Por estos caramelos quiso atacarme? Ahora que lo pienso también fue mi culpa por no habérselo aclarado.

Bernie volvió a responder. Ann lo entendía perfectamente. Era uno de los efectos secundarios del hechizo. Un día quieres hacer un sombrero que se adapte a todas las cabezas y terminas creando a un monstruo infernal devora cerebros. Gafes del oficio.

-          No sé porque quieren robarte tan seguido. La próxima te dejaré en casa cuando salga a vender. Eso y dejar de presumirte sacando cualquier cosa de ti.

Bernie le dio un vaso de agua y Ann se lo bebió de un trago. Fue una gran bendición. El sombrero subió hasta llegar a la cabeza de Ann. No le agradó la idea de tener un sombrero ensangrentado en su cabeza.

-          Vámonos de aquí.- dijo ella desanimado. Sus pasos dejaron huellas rojas. Ann se sentía más culpable de lo que realmente era.

Bernie habló.

-          ¿Estás seguro que puedes hacerlo?

Bernie dijo que sí.

Varios tentáculos envolvieron el cadáver de Alberto. Lo arrastraron hasta su boca, poco a poco lo fue devorando. Primero los pies, la parte menos favorita de Bernie. Lo más fue más sencillo. Bernie era una boa devorando a su presa. El agujero del sombrero se hacía más y más grande a medida que el cadáver ingresaba a su interior.

Ann se mostró más aliviada cuando no encontró ningún rastro de Alberto. Bernie sacó algo de su interior y se lo arrojó a Ann.

La billetera de Alberto. Estaba gorda. La mayoría de los billetes eran de cincuenta. Ann se veía a si misma comiendo caviar y vistiendo ropa de diseñador, como los millonarios suelen hacerlo. El problema es que los millonarios no suelen pagar con billetes manchados de sangre, como los que tenía Ann. La sangre les restaba valor.
Ann guardó la billetera de todos modos.

-       ¿Me ayudas con el maletín?- preguntó Ann.

Bernie le respondió que estaba lleno. Con un cuerpo bastaba y sobraba. Ann la bombardeó con varios “por favor”, cientos de ellos como una metralleta. Bernie accedió y devoró el maletín, salvo por una formula. Una botella llena de petróleo, eso ante los ojos de cualquiera. El líquido olía horrible, pescados podridos y queso añejo serían la mejor descripción. Ann se aguantó la respiración. Era uno de sus mejores trabajos pero el olor era un enorme limitante. Ann se vació el contenido en la cabeza.

El efecto fue inmediato.

Ann se transformó en un cuervo, Bernie se encogió hasta ser del tamaño adecuado para la plumífera cabeza de Ann.

-          Próxima parada, casa.

Voló hasta su cabaña alejada de la civilización. Mientras sobrevolaba los cielos pensaba: ¿Esto ha sido un éxito o un fracaso?
  




No hay comentarios:

Publicar un comentario