Ann es una bruja y
hoy es su primer día de trabajo. Ella trabaja vendiendo su trabajo de puerta en
puerta.
Es su primer día y ya
es declarado el peor de todos.
Vio la puerta de la
casa 125 con temor. Este era un día caluroso y la ropa negra solo lo
potenciaba.
“Debí usar el
morado”, pensó.
La puerta era enorme,
un jugador de baloncesto podría pasar sin agacharse. Esto la sorprendió porque
la puerta de su cabaña era pequeña. Ann la superaba por una cabeza. Sus padres
eran los peores albañiles y carpinteros de la historia. Ann no pudo contar las
veces que se golpeó la nariz.
Un dolor fantasma la
golpeó en la nariz. Ann se rascó hasta que enrojeció.
- - Necesito
algo más fuerte.
Sacó una botella de
su maletín, era diferente al resto. Era una botella pequeña de cuello alargado.
Bebió un trago y se sintió mejor. No era un elixir mágico que convertía la
ansiedad en un tierno corderito.
Era delicioso
alcohol. Ann se lo cambió a un vagabundo por una pócima que podía mejorar el
sabor de cualquier cosa.
- - Un trato
mejor.- se dijo a sí misma, y “sí misma” estuvo de acuerdo.
El alcohol le dio
valor para tocar el timbre. Lo hizo. Esperó pero no fue mucho tiempo. La puerta
se abrió. Ann sonrió, el maletín pesaba como los mil demonios del infierno.
Lo soltó con
suavidad. El hombre que le abrió era de mediana edad, sus cabellos tenían los
días contados. Se ajustó los lentes para ver mejor a la persona que tocó el
timbre.
No era la mensajera
que le traía los recordatorios de impuestos atrasados para el distrito. Llevaba
una blusa y una falda, ambas negras. Encima de su cabeza reposaba un sombrero
puntiagudo. En el suelo, al lado de sus zapatillas deportivas había un maletín
de piel marrón.
Era una vendedora.
Era casi imposible
adivinar qué era lo que vendía. Seguramente algo relacionado con Halloween.
Ann se dio cuenta que
su cliente le miraba la falda. Ann se arrepintió de habérsela puesto, no tenía
otra opción. Era la única ropa limpia que le quedaba. El resto estaba infestado
con olores desagradables de lugares desconocidos, eso incluye el infierno.
-
Si buscas
vender algo.- habló el señor-. No quiero nada.
El hombre cerró la
puerta pero su acción quedó obstruida por el pie de Ann. Ella estuvo leyendo
libros sobre ventas y como promocionar tu producto. Sin embargo este truco lo
sacó de un programa que vio en la televisión.
Funcionó ahí y
funciona acá.
La puerta quedó
medianamente abierta revelando la mitad del cuerpo de Ann. El sombrero le
cubrió su larguísima cabellera castaña.
-
Sé que
odian a los vendedores.- Ann practicó en el espejo durante horas para que su
voz sonara accesible para los oídos de otras personas-. Pero yo soy diferente,
¿Qué es lo que me hace diferente se preguntará?- Ann no esperó una respuesta.
Continuó-. Yo ofrezco productos únicos como por ejemplo:
Ann detuvo su
discurso, no era una pausa dramática. Algo realmente la sorprendió.
-
¿Sus
ojos?- preguntó Ann. Ella veía a una criatura de más de dos ojos.
-
¿Qué
pasa?
-
Sus
ojos…son de diferente color.
El señor se calmó. No
era nada grave.
-
Si.-
admitió-. Es un defecto de nacimiento aunque yo no lo llamaría defecto.
Le gustaba su
autoconfianza, pero también era algo malo. Si su cliente era seguro de su mismo
no necesita nada. Si no necesita nada es lo mismo a no tener una venta.
-
¿Los
colores de mis ojos te asombraron?- estos eran verde y mostaza.
El cerebro de Ann
trabajó a mil por hora. Tenía que formar una idea en la mitad del tiempo que de
costumbre. Lo consiguió. La idea fue producida.
-
Me
sorprendió porque yo también tengo ojos de diferente color.
Ann se quitó el
sombrero dejando ver sus ojos. No solo, una maraña de cabello se dejó ver.
Cubriendo toda la espalda de Ann. La suave brisa le daba un poco de vida.
-
No todos
los días te encuentras a alguien con la misma condición frente a frente.-
explicó Ann-. Es como encontrarse con alguien con tres brazos o tres piernas.
Al señor no le gustó
la analogía. Pero lo que menos le gustó era que le engañaran. Volvió a cerrar
la puerta. El pie obstruye puertas de Ann volvió a hacer su trabajo y lo hizo
bien. Lástima que no pueda volver a hacerlo por un tiempo, quedó muy dañado en
el proceso.
Ann trató de reprimir
la mueca de dolor.
-
¿Por qué
hizo esto?- Ann arrastraba las palabras, como un sujeto deshidratado
arrastrándose en un desierto.
-
Porque
eres una mentirosa. Tienes los ojos normales, castaños.
Ann intentó que su
sonrisa no fuera diabólica. Suele funcionar con sus sujetos de experimento pero
no con clientes. Varias puertas se le cerraron solo por la forma de sus labios
al sonreír.
-
¿Dije
“tengo”? Disculpe, quise decir tendré.
El señor se rascó la
calva. Ann consiguió confundir a su cliente.
-
¿Qué
quieres decir?
Ann abrió su maletín.
Estaba lleno de botellas de todos los colores conocidos por el hombre. Sacó una
botella azul. Al señor esas botellas le recordaron a esas botellitas que
servían en los aviones en esos tiempos en los que viajaba por cuestiones de
trabajo.
La única diferencia
era la tapa. Tenía un cuentagotas.
El cuentagotas absorbió
el líquido extraño. Sin previo aviso se las puso en el ojo derecho, dos gotas.
Parpadeó varias veces el ojo. Ann tenía un tic nervioso. Su ojo lagrimeó
levemente soltando un breve hilo de llanto. Ann se convirtió en una actriz que
debía llorar en una escena pero solo hacía la mitad del trabajo.
Ann se secó las lágrimas
con un pañuelo. Abrió el ojo y los cambios aparecieron. Ese color castaño
desapareció por completo. Un azul zafiro lo reemplazó dándole a la brujita un
toque más exótico.
Ann vio los
resultados con un espejo que sacó de su falda. Fue satisfactorio. Soltó un
silbido de admiración.
Retiró el espejo y
dejó que su cliente la viera. Este se quedó boquiabierto ante semejante
espectáculo de magia.
-
El azul
me queda perfecto.- dijo Ann. Bajo la opinión del señor los ojos de diferente
color no le hacen ningún favor a su apariencia-. ¿Qué opina?- preguntó Ann
curiosa.
El cliente se tardó
unos eternos segundos en responder.
-
Se ve
bien.- respondió.
-
Excelente.-
dijo Ann. Se dirigió a su cliente con más atención-. Tengo de todos los
colores. Podría cambiar de color de ojos las veces que quiera. Un color
distinto cada día. El lunes, azul; el marte, verde; el miércoles…
El cliente la
interrumpió.
- - Ahora
mismo no necesito un cambio de color de ojos. Soy feliz con los que tengo
ahora.
“Feliz”, una palabras que Ann estaba
aprendiendo a odiar.
- ¿Seguro?- Ann quería quemar todos los cartuchos
antes de pasar al siguiente desafío.
Su cliente asintió.
-
Sería
raro que mis amigos, familiares y compañeros de trabajo me vieran con un color
de ojo distinto cada día.
Buen punto. Pero ella
no se iba a rendir. Su meta era venderle algo y lo va a cumplir.
-
Entiendo.-
Guardó la botella en el maletín. Este siguió abierto. El cliente se dio cuenta
que el show no había terminado-. Pero…
El cliente la
interrumpió, de nuevo.
-
Si tienes
más productos que ofrecerme te invito a que pases. Hay un sol asesino y no
puedo estar parado mucho tiempo.
La idea de sentarse
fue tentadora para Ann, aceptó. Las piernas de Ann estaban a punto de ponerse
en huelga y dejar de trabajar. Una decisión correcta después de obligarlas a
trabajar más de la cuenta. ¿Quién sabe cuántos kilómetros estuvo caminando?
El señor se ofreció a
llevar el maletín. Ann quería cargarlo a pesar de su peso excesivo.
La casa del cliente
era pequeña por fuera; era una madriguera, no un templo. Era de un rojo
seductor a la vista, pero algo arruinado por los grafitis de algunos
desadaptados. Por dentro era un lugar acogedor, de paredes blancas y suelos de
mayólica recién instalados. Los muebles
estaban cubiertos de una tela azul con rombos verdes. Eran los clásicos muebles
que uno encuentra en cualquier hogar de clase media: dos individuales y uno
para tres.
El cliente la invitó
a sentarse. Ann se sentó en uno de los sillones individuales, cómodo, y puso el
maletín en el suelo. La mesita de madera, que se encontraba frente a ella, no
se veía muy resistente. Las patas eran el hogar de las termitas, se romperían
en pedazos por el repentino aumento de peso.
-
¿Está seguro
que no desea el tinte para ojos? Le pregunto porque esta oferta no se ve todos
los días.
-
Existen
las lentillas.
-
Son muy
caras.
El cliente negó con
la cabeza. Eso era una respuesta contundente para Ann.
-
¿Tiene
hambre?
-
¿Vas a
ofrecerme algo?- bromeó el cliente.
Ann no encontró el
chiste gracioso. Se rio de todas maneras.
-
Si, ¿Le
gusta el pavo?
-
Me
encanta.
-
Yo lo
odio.- esa respuesta sorprendió al cliente, ¿Quién puede odiar el pavo?-. Odio
su sabor, pero me gustan los plátanos. Son una delicia.
-
¿Adónde
quieres llegar?- preguntó el cliente.
-
Paciencia…
¿Podría decirme su nombre?- Ann se dio cuenta de que no había dicho “por
favor”.
Le dijo que se
llamaba Alberto Mendoza.
Su reloj sonó. Una
pequeña alarma.
-
El tiempo
es ahora.
Se quitó el sombrero,
lo puso boca arriba. Hizo un breve movimiento de dedos y metió la mano al
sombrero. Alberto pensó que iba a sacar un conejo del sombrero.
La mano de Ann entró
por completo, junto con su antebrazo, siguiendo de su brazo. La boca del
sombrero se hizo más grande. Ann pudo meter toda su cabeza, el sombrero no dejó
de crecer. La mitad del cuerpo de Ann no tardó en entrar. Desde el punto de
vista de Alberto Ann estaba siendo succionada por el sombrero.
Alberto notó unos
puntos blancos alrededor de la boca del sombrero.
¿Serán dientes?
Por Dios que pregunta
más estúpida. Alberto la desechó inmediatamente.
Ann salió del
sombrero poco a poco, salvo por los brazos. Estaba cargando algo pesado.
Alberto pensó que se trataba de algo más oscuro, que la criatura dentro del
sombrero la estaba devorando. Este se puso de pie, sin embargo Ann le dijo que
se detuviera, que no era necesario.
Del sombrero sacó una
bandeja. Sin embargo la bandeja no era lo más importante. Lo que importaba era
el pavo al horno bien jugoso. Su olor acaparó toda la sala. Alberto se acordó
de la navidad, pero sus recuerdos eran diferentes a lo que estaba viendo.
Alberto recordaba una navidad con una casa llena de personas, y sin pavos
saliendo de la nada. Usualmente los reservan con semanas de anticipación.
El hambre le hizo
olvidarse de sus recuerdos navideños. Se acercó lentamente al pavo, pero Ann lo
detuvo con su palma. Ella le pidió que regresara a su asiento. Alberto
obedeció. Era extraño que una adolescente le esté dando órdenes en su propia
casa, ¿Qué tanto poder tendrá la muchacha sobre él?
Ninguno, otra pregunta
desechada.
-
Todavía
no está listo.- dijo Ann. Acompañó su frase con una risita.
El pavo era perfecto
tal como será, según Alberto. Era de los pavos más apetitosos que había visto
en su vida. Ojala su sabor sea igual de bueno como su apariencia.
-
¿Qué le
podría faltar?- preguntó Alberto intrigado.
-
Solo un
pequeño ajuste.
Sacó una botella de líquido
amarillo. Parecía la orina de alguien con problemas renales. Alberto sintió
nauseas al ver a la bruja echarle tres gotas de esa cosa al pavo.
El pavo brilló como
una luciérnaga. El brillo duró poco. Ann sacó un cuchillo, un tenedor. Cortó un
trozo y se lo comió. Soltó un chillido que Alberto definió como: femenino y
juvenil.
-
Es una
delicia.- dijo Ann después de comer. Es una pócima que cambia el sabor de los
alimentos, ¿Le mencioné que no me gusta el sabor del pavo, pero me gusta el plátano?-
Alberto asintió. Ann levantó la botellita, cuyo contenido seguía más o menos
igual-. Esta es de sabor a plátano. Puede darle ese sabor a cualquier cosa: un
guiso, queso, agua, lo que desees.
Ann le ponía mucho
empeño a su presentación. Se va a ganar a Alberto tarde o tempano, le comprará
algunos de sus productos. Lo más importante es que ganará su billetera. Ann lo
sabía. Estaba yendo por un camino prometedor. Esto resultó ser una buena idea.
-
¿Quiere
probar un poco?- preguntó Ann completamente drogada por la confianza.
La pregunta lo agarró
por sorpresa. Desde hace tiempo que un “si” o “no” habían sido tan difíciles de
pronunciar. Desde esos días en los que decir esas palabras de dos letras
significaba la compra de una empresa o la reducción de personal.
Tragó saliva.
Ann también se puso
nerviosa, ¿Por qué se tarda tanto en responder?
¿Por qué luce tan pálido?
Es solo una palabra.
Dos opciones. Que diga que “si”.
-
No se
preocupe, no le pasará nada. Yo también lo he comido.- Ann cortó otro pedazo y
se lo comió. La alteración drástica de sabores era maravillosa.
-
Está
bien.- Alberto se rascó la rodilla con pasión. Ann pensó que se trataba de una
nueva infección. Una de la que no quería contagiarse. Malditas rodillas
descubiertas.
Ann aplaudió ante el
actor de valentía de Alberto. Esperó no haber sonado condescendiente.
Ann cortó el trozo
más pequeño que pudo, podría ser comido de un bocado. Le entregó el tenedor a
Alberto. Este lo recibió, le recordaba a esos tentáculos vivos que comen los
japoneses en esos reportajes de platillos exóticos.
Lo probó. Lo masticó.
Lo tragó. Lo hizo con precisión. Ann esperaba, impaciente, a que le diera su
veredicto. Le picaba la rodilla, al regresar a casa se echaría un ungüento,
fabricado por ella misma.
Ann se veía como una
chef profesional mostrándole su trabajo a un prestigioso crítico. De esos que
son exigentes, que adoran la comida, y si no adoran lo que están comiendo la
escupe. Ann comenzó a sudar del nerviosismo.
-
¿Qué le
pareció?- preguntó Ann, cansada de esperar.
-
Sabe a plátano.-
concluyó Alberto.
“Espero que no le ponga menos de tres
estrellas”, pensó Ann.
-
Es raro
sentir la textura del pavo en la boca, pero con sabor a plátano.
- Créeme te acostumbraras.- explicó Ann. Quería
añadir: “De la misma forma que yo lo hice”. Ann agarró el maletín de piel de
animal indefinido y lo puso en su regazo. Lo abrió. Las botellas, llenas de líquidos
de distintos colores, la estaban esperando.
Listas para su
decisión final.
-
¿De qué
sabor quieres? Tengo fresa, vainilla, chocolate, limón, pescado frito.
Ann quería mencionar
más sabores, cincuenta más. Pero la negativa de Alberto la hizo callar la boca.
-
No creo
que cambiar de sabor a una comida me vaya a servir de algo.- admitió Alberto.
-
¿Cómo qué
no? Imagina que preparas un asado y deseas que tenga sabor a chocolate, ¿Cuándo
tengas esa emergencia a quien vas a llamar?
-
A nadie.
No creo que vaya a tener una “emergencia” de esa naturaleza.
Era un buen argumento.
Sin embargo dentro de su cabeza se preguntaba: ¿Qué hice mal?
Ann se calmó
rápidamente, no había tiempo de llorar. Ann no iba a rendirse, quería venderle
algo y lo iba a hacer. Sus ojos se convirtieron en sensores que puedan
determinar el nivel de necesidad de alguien.
Por ejemplo: La
vitrina de los platos estaba cubierto de polvo.
Ann tenía un spray
que le daba vida a las motas de polvo. No solo eso, también podías
controlarlas. Con solo una orden las motas se polvo se irán a varios kilómetros
de tu casa. El problema era que el polvo formaba una atracción peligrosa hacia
la persona dominante.
Un día Ann despertó
con todo el cuerpo cubierto de polvo, era como si le hubiera dado un abrazo con
una tormenta de arena. Tuvo que darse 20 baños seguidos para deshacerse ellos.
Imposible. El polvo era algo que nunca desaparecerá.
La calva de Alberto
captó su atención. Era un virus que se dedicaba a destruir el cabello dejando
un terreno baldío. Un foco se encendió encima de la cabeza de Ann, pero era un
foco que funcionaba a la mitad de su capacidad.
Ella creó una pócima
que hacía crecer el cabello. Sería un invento revolucionario si funcionara de
verdad.
El producto sin
funciona, hace crecer el cabello de inmediato. Una cabellera larga, abundante y
juvenil a la orden. Con una personalidad suicida. Un momento, eso no estaba en
el menú. El cabello de Ann creció tanto que llegó al suelo, era un velo de
novia al natural.
Era una buena forma
de anunciarlo.
El cabello se movía
solo y lo primero que hizo fue enredarse en el cuello de Ann, y hacer un nudo
más apretado. Ann se lo cortó de inmediato. Era el cabello o la vida.
Siguió buscando.
El hombre usaba
anteojos, de montura negra y luna fina. Alberto podría hacerse pasar por
alguien ilustre. Lástima para Ann que su fórmula para curar la ceguera estaba
en proceso de perfección. Algunos de sus conejillos de indias perdieron la
razón después de que Ann aumentara su capacidad de ver.
Pudieron ver cosas
que ningún conejillo de india podría ver en su vida.
-
Creo que
podría servirme las botellitas esas.
Esas fueron las
palabras más bonitas que Ann había escuchado en todo el día. “Todo el día” se
puede resumir en puertas cerradas con violencia y negativas groseras por parte
de personas que no deseaban ser molestadas.
-
¿Cuáles?
Tengo muchas que no aún no le he
enseñado.
-
Quiero un
tinte para ojos y esa que cambia el sabor de la comida. Voy a dar una fiesta
este sábado e invitaré amigos y creo que tus pócimas me servirían para
impresionarlos.
Le preguntó sobre el
color y el sabor. Alberto respondió: Naranja y chocolate. Ann metió las dos
botellas en una bolsa de papel, que sacó del sombrero, y se la entregó a
Alberto. El precio era de 10 soles cada uno. Precio que Alberto pagó sin
problemas.
Ann se sintió
realizada al recibir el dinero. Cualquier fanático de películas y series de
zombis diría que ella regresó de entre los muertos. Su palidez había
desaparecido casi por completo. La piel pálida de Ann se debía al poco tiempo
que tomaba un baño de sol, un par de minutos al día.
Ann estaba tan
contenta por el pago que le dio un beso al billete. Sus labios chocaron con el
rostro del representante. Lo hizo con pasión, como si estuviera besando a
alguien de su edad y buen atractivo, en lugar del rostro de alguien que murió
hace más de 50 años.
Alberto se aclaró la
garganta sonoramente. Ya no quería seguir viendo este espectáculo aderezado de
mucha vergüenza ajena. Era divertido al principio pero sintió que la broma se
alargaba demasiado.
Ann enrojeció, no se
notaba con la palidez de su piel. Guardó el billete en el bolsillo de su falda.
Ann se olió la mano, el olor del billete se había impregnado en toda su mano.
Era un olor extraño y que solo se podría calificar como olor a billete.
Ann tenía un bulto en
la garganta, del tamaño de una manzana de Adán. Ya va siendo hora de que le
cambie la voz.
-
Como no
va a comprar nada más me retiro. Muchas gracias.
Ann se levantó del
sillón. Un poco de polvo se acumuló en su falda, se lo limpió con las manos.
Fue un trabajo deficiente. Le dio la mano a Alberto, este se aseguró de no
apretar muy fuerte.
Ann hizo una pequeña
reverencia quitándose el sombrero. De la boca del mismo cayeron dos diamantes.
Ann los recogió rápidamente y los regresó a su hogar, dentro del sombrero.
-
Espera.-
dijo Alberto después de ver esa escena.
Ann le preguntó a
Alberto que era lo que deseaba y esperó la respuesta.
-
Quiero
comprar otra de tus pócimas.- le explicó.
-
¿Quieres
impresionar a tus amigos de un modo más extremo?
Alberto asintió.
Quería eso y mucho
más.
Ann se sentó en el
sillón individual, sí que era cómodo. El maletín regresó a su regazo.
-
Antes
quería preguntarte algo.
-
¿Qué?
-
¿Por
cuánto me venderías ese sombrero?
-
No está a
la venta.- era una conclusión que no estaba abierta a debate o negociación.
-
Lo
supuse.- susurró Alberto. Ann no pudo oírlo-. Que calor hace, ¿No crees?
Ann hizo un abanico
con su mano izquierda e intentó darse aire al rostro. Funcionó por unos
segundos. Era una acción muy cansada.
-
¿Quieres
un poco de refresco?
Ann tenía sed y no
tenía problemas en aceptar el ofrecimiento de un desconocido. Alberto fue a la
cocina. Le tomó tres minutos en preparar las bebidas, dos vasos con un líquido
naranja. Ann pensó podrían pasar por una de sus fórmulas sin complicaciones.
-
Sírvete.-
dijo Alberto tratando de ser el mejor anfitrión posible.
Ann agarró un vaso y
le dio un trago.
-
Tengo la fórmula
perfecta para usted.- explicó Ann, refrescada y entusiasmada.
Ann le mostró un
frasco de píldoras, parecidas a esas que te receta el doctor. Era el único
frasco cuyo contenido no era líquido. Estaba lleno de tabletas ovaladas rojas y
blancas. Ann bostezó. Sus ojos le pesaban como si se hubieran convertido en
bolas de billar.
-
Si deseas
impresionar a tus amigos.- bostezo-, solo tienes que tomar una y tendrás las
habilidad de levitar por 30 segundos.- bostezo y risa cansada-. Será el
combustible perfecto para un incendio de videos virales. Solo asegúrate de…
Ann se apagó. Si se
lo preguntan Ann le iba a decir esto: “Solo asegúrate de tener un colchón en el
suelo. Eso o varios pares de manos que puedan atraparte”.
Ann se quedó dormida
con la boca abierta. Una mosca entró pensando que se trataba de un hotel de
cinco estrellas con piscina. Alberto se acercó a ella con sigilo, de puntillas.
Era Indiana Jones apunto de llevarse un tesoro místico. Tenía la forma de un
disfraz sacado de la tienda de disfraces más cutre pero que albergaba poderes
inimaginables.
Le quitó el sombrero.
El enorme cabello de Ann le cubrió los ojos, y parte de la cara. Parecía
fantasma de película de terror japonesa. Alberto ignoró a la muchacha, luego se
desharía de ella. Le dio tantos somníferos como para mantenerla dormida por una
semana. La dejará en un lugar lejano, tan lejano que le asegure que nunca más
volverá a verla.
Se quedará con el
sombrero. La formulas las tirará por el drenaje, no sirven para nada.
Alberto revisó el
sombrero. Era un sombrero común y corriente en apariencia, salvo por los puntos
blancos alrededor de la boca. ¿Cómo funcionaba? Vio que la muchacha sacó un
pavo entero del sombrero.
Solo metió la mano.
No dijo ningún “Abra Kadabra” o “Hocus Pocus”
Alberto movió los
dedos de su mano, de la misma forma que lo hizo ella. El fondo del sombrero era
solo tela, manchas y un ojo que lo miraba fijamente.
¿Un ojo?
Los puntos blancos
comenzaron a crecer hasta tomar una forma puntiaguda. Colmillos. Son los
colmillos de un perro rabioso. Alberto gritó aterrado y soltó el sombrero. De
la boca del mismo salieron tentáculos blanquecinos, tan fuertes como para
levantar el sombrero. Los tentáculos crecieron hasta darle la habilidad de
saltar.
El organismo saltó a la cabeza de Alberto, sus tentáculos cubrieron su
cuello. Alberto quiso gritar pero le faltaba el aire, el interior del organismo
callaba sus gritos, y los colmillos se clavaron en su cara.
Toda su ropa y parte
del suelo se habían manchado de sangre.
Lo último que Alberto
vio fue un apéndice con forma de punta. Este se acercó con violencia a su
frente. Se clavó en su frente, atravesar el cráneo fue fácil; llegar a su
cerebro, todavía más. El organismo terminó de comer, se alejó del cadáver de
Alberto y avanzó hasta el cuerpo inerte y sentado de Ann. Todo ese horror no la
había despertado. El horror intentó despertarla acariciando su rostro con sus
tentáculos pero la estrategia no funcionó.
Uno de sus tentáculos
entró a la boca de Ann y le hizo un lavado de estómago rápido. El organismo
concluyó que su mejor amiga había sido envenenada. Había un 50% de
posibilidades de que fuera cierto. Si ese era el caso Ann se lo agradecerá en
cada con cerebros de animales.
Si era falso…al menos
Ann recibió un lavado de estómago gratis.
Ann despertó a la
mitad del proceso, hizo ruidos guturales al ver la operación que le estaban
realizando sin su consentimiento. La operación terminó y Ann vomitó el
refresco, los somníferos y bilis en el cadáver de Alberto.
Ann tenía migraña. De
esas que te atormentaran hasta tu lecho de muerte. Había un concierto de Heavy
Metal dentro de su cabeza.
-
¿Qué está
pasando aquí Bernie?
Ann se dio cuenta de
algo aterrador.
-
¿Qué
haces mostrando tu verdadera forma? ¿No ves que tenemos un cliente?
Ann se paralizo al
ver el cuerpo semi decapitado de Alberto. Qué bueno que estaba sentada, sino se
habría desmayado.
-
Bernie,
¿Qué demonios…?- Ann se quedó sin habla.
El horror abrió su
único ojo, estaba en la punta de su cuerpo. Este miraba a Ann tristemente. Era
la expresión de un perro regañado que no sabía porque lo regañaban. Bernie
respondió con un ruido extraño, propio de los calamares.
-
Dices que
Alberto me drogó y quería secuestrarte, ¿Por qué?
Bernie le entregó uno de los “diamantes”. Ann se
lo comió. Eran unos caramelos deliciosos.
-
¿por
esto? ¿Por estos caramelos quiso atacarme? Ahora que lo pienso también fue mi
culpa por no habérselo aclarado.
Bernie volvió a
responder. Ann lo entendía perfectamente. Era uno de los efectos secundarios
del hechizo. Un día quieres hacer un sombrero que se adapte a todas las cabezas
y terminas creando a un monstruo infernal devora cerebros. Gafes del oficio.
-
No sé
porque quieren robarte tan seguido. La próxima te dejaré en casa cuando salga a
vender. Eso y dejar de presumirte sacando cualquier cosa de ti.
Bernie le dio un vaso
de agua y Ann se lo bebió de un trago. Fue una gran bendición. El sombrero
subió hasta llegar a la cabeza de Ann. No le agradó la idea de tener un
sombrero ensangrentado en su cabeza.
-
Vámonos
de aquí.- dijo ella desanimado. Sus pasos dejaron huellas rojas. Ann se sentía
más culpable de lo que realmente era.
Bernie habló.
-
¿Estás
seguro que puedes hacerlo?
Bernie dijo que sí.
Varios tentáculos
envolvieron el cadáver de Alberto. Lo arrastraron hasta su boca, poco a poco lo
fue devorando. Primero los pies, la parte menos favorita de Bernie. Lo más fue
más sencillo. Bernie era una boa devorando a su presa. El agujero del sombrero
se hacía más y más grande a medida que el cadáver ingresaba a su interior.
Ann se mostró más
aliviada cuando no encontró ningún rastro de Alberto. Bernie sacó algo de su
interior y se lo arrojó a Ann.
La billetera de
Alberto. Estaba gorda. La mayoría de los billetes eran de cincuenta. Ann se
veía a si misma comiendo caviar y vistiendo ropa de diseñador, como los
millonarios suelen hacerlo. El problema es que los millonarios no suelen pagar
con billetes manchados de sangre, como los que tenía Ann. La sangre les restaba
valor.
Ann guardó la
billetera de todos modos.
- ¿Me ayudas con el maletín?- preguntó Ann.
Bernie le respondió
que estaba lleno. Con un cuerpo bastaba y sobraba. Ann la bombardeó con varios
“por favor”, cientos de ellos como una metralleta. Bernie accedió y devoró el
maletín, salvo por una formula. Una botella llena de petróleo, eso ante los ojos
de cualquiera. El líquido olía horrible, pescados podridos y queso añejo serían
la mejor descripción. Ann se aguantó la respiración. Era uno de sus mejores
trabajos pero el olor era un enorme limitante. Ann se vació el contenido en la
cabeza.
El efecto fue
inmediato.
Ann se transformó en
un cuervo, Bernie se encogió hasta ser del tamaño adecuado para la plumífera cabeza
de Ann.
-
Próxima
parada, casa.
Voló hasta su cabaña
alejada de la civilización. Mientras sobrevolaba los cielos pensaba: ¿Esto ha
sido un éxito o un fracaso?
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