Jessica y Charlotte
regresaban a casa después de un pesado día en la escuela. Era viernes. Para
Charlotte era el comienzo de un fin de semana entero de actividades divertidas.
Para Jessica era el único día en el que podía descansar y pensaba aprovecharlo.
Charlotte vivía a 30
minutos de la casa de la casa de Jessica. El largo trayecto colegio-casa les permitió
hablar de muchas cosas: Las tareas, las notas, las series que estuvieron
viendo.
Y lo más importante de
todo: La pijamada que Charlotte había planificado para la noche. Cuando
llegaron a la casa de Jessica se despidieron con un fuerte abrazo.
- - A las siete, no te olvides.
-
¿Qué crees que soy?- preguntó Jessica
con una indignación fingida.
-
Una olvidadiza.- respondió Charlotte sin
dudarlo-. Te llamaré de todos modos. Chau.
Charlotte desapareció del
mapa. Cuando la vio alejarse por completo Jessica le sacó la lengua. Abrió la
reja como si fuera una ladrona a punto de entrar a una casa ajena. Revisó los
bolsillos de su falda en busca de las llaves. Las encontró. Odiaba su llavero
era una cruz, ¿Una maldita cruz? ¿Qué era una monja? Jessica sintió un poco de
comezón en la palma de la mano. La ignoró. Abrió la puerta y entró. Ella no
esperaba ningún ruido al entrar. Sus padres regresaban a casa hasta después de
las 9. Sin embargo lo primero que escuchó fueron unos disparan y un hombre
gritando:
Cuando Charlotte
desapareció de su vista Jessica le sacó la lengua. Su casa tenía una reja con
barrotes delgados y negros puestos en forma horizontal. Las odiaba porque
hacían ver a su casa como si fuera una cárcel. Revisó los bolsillos de su falda
en busca de las llaves. Tenía un sentimiento de amor-odio por su llavero: era
una cruz.
Le gustaba por lo bonita
que era. Tenía a un Jesús dorado crucificados en una cruz plateada. La odiaba
porque siempre le daba comezón cuando la tocaba. A veces dejaba una marca en su
palma, debía ser una reacción alérgica. Sus padres le decían que no se
preocupara, que ya pasará, y era cierto.
Ignoró la comezón y abrió
la puerta. La casa de Jessica tenía un pequeño jardín algo descuidado. La mitad
de sus plantas estaban muertas. No esperaba ningún ruido al entrar a su casa.
Sus padres regresaban a las 9 de la noche como mínimo.
Unos disparos la hicieron
saltar y soltar las llaves, estos cayeron en la alfombra. Jessica los recogió
sintiéndose avergonzada por haberse asustado. Esos fueron los disparos de una
metralleta. Al menos que el ladrón se haya robado las armas del ejército para
cometer robo a barrios de clase media esto no tenía sentido. Debía ser obra de
la magia del cine.
-
Maldito.- dijo un Stallone furioso.
Sus padres estaban en casa
viéndolo escalar una montaña. Frente a él un mercenario negro tenía un arma y
seguía disparando. Los dos estaban pegados a la pantalla viendo esa película de
acción de los 90.
-
¿Qué están haciendo aquí? ¿No deberían
estar trabajando?
Jessica no obtuvo
respuesta alguna. Sus padres salieron del trance explosivo cuando comenzó la
tanda de comerciales. Como si de robots se tratasen sus padres voltearon al
mismo tiempo para ver a su querida hija.
-
Hola Jessica.- la saludó su padre- ¿Cómo
te fue en el colegio?
-
Bien.- Jessica repitió sus preguntas.
-
Nos tomamos el día libre.-le respondió
su madre. Llenó su mano de palomitas de un bol rojo y las comió.
-
Ustedes no pueden hacer eso.- se quejó
Jessica. Su plan de irse sin avisar y llamarlos luego se había ido por el caño.
-
Si podemos.- intervino su padre-. No
queríamos ir a trabajar y nos tomamos el día libre. Estamos viendo Máximo
Riesgo, ¿Nos quieres acompañar?
Jessica negó con la
cabeza.
-
Eso quiere decir que si un día no quiero
ir a la escuela simplemente digo que no quiero y ya.
-
Tú solo puedes faltar cuando estés
enferma o te hayan secuestras.- se formó una sonrisa burlona en el rostro de su
madre cuando dijo eso.
-
Solo los adultos podemos faltar cada vez
que queramos.- apoyó su padre-. Los niños tienen que acatar las reglas.
-
¡No soy una niña!- se quejó Jessica.
-
Las niñas y las jóvenes menores de 18
años tienen que obedecer las reglas de la casa.
Jessica gruñó como un
perro rabioso. Solo le faltaba ladrar. Detestaba que sus padres fueran más
listos que ella. Debe ser por la diferencia de edad y mayor experiencia.
-
Como digan.- Jessica estaba enojada.
-
Como siempre ha sido desde el inicio de
los siglos. Los padres siempre tienen la razón.
-
Amen.- terminó su madre.
-
Voy a estar en mi cuarto.- les avisó
Jessica.
-
¿No vas a almorzar?
-
No tengo hambre.
No era cierto. Su estómago
le exigía alimento después de un día difícil en el colegio. Jessica no le
prestó atención. Quería tener la última palabra en esta discusión, que pareció
haber venido de la nada.
-
Hay milanesa con papas fritas.- gritó su
madre.
Jessica estaba a punto de
entrar a su habitación cuando oyó las palabras de su madre: “Hay milanesa con
papas fritas”.
Al diablo con la última
palabra. El milanesa con papas fritas era su platillo favorito. Bajó de dos en
dos las escaleras y entró a la cocina. Su plato estaba tapado con una bandeja
de metal. Lo abrió y encontró un plato que consistía en una milanesa tan grande
que ocupaba todo el plato, las papas fritas cubrían la mitad de la milanesa
formando una pequeña montaña de sabor. Había una insignificante pieza de
lechuga que Jessica tiró a la basura. Comida de conejos. Guacala.
El microondas sonó. Sacó
su plato y volvió a subir las escaleras. La película estaba en pleno clímax con
el protagonista y el villano enfrentándose cara a cara. Cerró la puerta de su
cuarto con sus pies. Encendió su laptop y entró a la página de Netflix.
Mientras comía veía un capítulo de Casa de Papel. Trató de no mirar el teclado,
le daba asco, lleno de suciedad. Suciedad que provenía de los alimentos.
Jessica tenía unos modales
en la mesa atroces, comía con las manos y masticaba con la boca abierta. Sus
padres le advirtieron que mejorara sus modales en la mesa. No los escuchó.
Charlotte le pidió que lo hiciera. Tampoco la escuchó (y eso que ella escuchaba
más a su amiga que a sus padres en lo que a consejos se refiere).
En el caso de Charlotte
también añadió un poco de crueldad a la negativa. Recordó una vez ella fue a
almorzar a casa de Charlotte. Había pollo a la brasa. La oportunidad perfecta
para comer sin recurrir a los cubiertos. Jessica agarró el muslo, las papas y
la comida de conejos con las manos desnudas, recién lavadas. Charlotte le dijo:
-
Los cubiertos fueron inventados para
algo.
-
Si, para arrancarle los ojos a los
demás.- Jessica le echó mayonesa a una papa y se la comió.
Charlotte se convirtió en
una estatua. Tenía un trozo pequeño de pollo en los labios. Ese trozo cayó en
su rodilla, para luego caer cerca de sus zapatos. Lo aplastó.
Charlotte no sabía que
responder ante semejante comentario.
-
Lo vi en un documental.- le explicó
Jessica, quien notó el cambio de Charlotte ante su comentario. Para no discutir
Jessica agarró los cubiertos y no los usó para arrancar los ojos.
Cambiaron de tema.
Jessica se comía las papas
con los dedos. Estaba en su casa, lo que significaba libertad para comer como
se le viniera en gana. Cuando Charlotte la invite a almorzar usará los
cubiertos y fingirá tener buenos modales.
Si la vuelve a invitar.
Cerró su laptop cuando
terminó de comer. Solo vio 15 minutos del episodios, de los cuales solo prestó
atención a cinco (su almuerzo era más importante y delicioso). Luego lo
verá.
Se puso un pijama rosa, el
pijama que llevará a la pijamada con sus amigas. Fue un regalo de navidad de su
abuela hace seis años. Jessica tenía 10 años. Su abuela le dijo:
-
Este regalo lo usarás el resto de tu
vida.
Sonaba a maldición de
gitana de tenía razón. Su pijama era tres tallas más grande. La primera vez que
se lo puso parecía la protagonista de una película en la que un adulto se
convierte en un niño por una maldición o deseo de cumpleaños. Durante los tres
primeros años usó el pijama con un cinturón.
El pijama le quedó a la
perfección cuando cumplió 16 años. Era un pijama muy bonito. Los pantalones
tenían varias estrellas negras y la parte superior tenía una transcripción que
decía: “dulces sueños” escrito en el pecho. Puso el despertador a las 5:30 y se
echó en la cama. Apenas cerró los ojos se quedó dormida.
El despertador sonó tres
horas después. Una mano salió de la cúpula de almohadas para apagar el
despertador. En lugar de golpearlo en la cabeza como siempre lo empujó hasta el
borde la cómoda, cayó al suelo.
El despertador era
persistente a pesar de la caída siguió sonando. Jessica abrió los ojos con
pereza. Todavía tenía sueño, obvio solo había dormido un par de horas. Salió de
la cama. Era como una mariposa saliendo de su cúpula, estaba cansada y todavía
debía que desenrollar sus alas. Jessica apagó el despertador. La pantalla está
rota.
Se dio una ducha rápida
para exterminar cualquier rastro de sueño de su sistema. Estaba tan cansada que
no se dio cuenta de los cambios de su cuerpo. Sus energías se renovaron gracias
a un chapuzón de agua. Jessica se vio en el espejo y los cambios se hicieron
notar.
Solo fueron dos cambios.
Suficientes.
De hecho; sobraban dos.
El primero tuvo que ver
con su cabello y el segundo con sus dientes.
Dos dientes resaltaban de
los demás en la parte superior de su dentadura. Eran como los de un conejo.
Hablando de conejos Jessica se revisó las orejas en busca de más pelo o que le
hayan crecido más de la cuenta. No pasó nada, eran dos orejas normales.
Humanas.
Su dentista personal
arreglará sus dientes, de alguna forma. Pero lo que realmente la sacó de sus
casillas fue el cabello. Había crecido de un modo sobrenatural, no lo podía
decir de otra forma. Hace solo unas horas su cabello era normal, corto.
El fondo de semana anterior
se cortó el cabello. Le había quedado tan bien que abrazó a la peluquera. Ella
no supo si debía devolver el abrazo o esperar a que la chica la soltara. Nunca
nadie había resaltado su talento con un abrazo. Solo le pedían descuentos y
fiados.
El largo cabello negro le
cubría los ojos, también negros, ella los tuvo que retirar para verse mejor en
el espejo. El cabello era tan largo que le cubría la espalda. Jessica encajaría
mejor en Japón, asustando niños con peinados de tazón.
Jessica comenzó a cepillarse
el cabello para calmarse los nervios. Otra de las enseñanzas que su abuela le
había dejado: cepillarse el cabello siempre ayudaba a una señorita a calmarse. Jessica
se preguntó cómo aplica ese consejo su abuela. Su abuela era una mujer casi
calva, que usaba una peluca que recordaba a los jueces de las películas
americanas.
¿Cepillará la peluca?
Jessica perdió el interés
encontrar una respuesta a esa pregunta.
Cepillarse el cabello
estaba funcionando. Encontraba la calma. Aunque tendría que cepillarse unas
diez mil veces más para que se calme por completo. El timbre de su celular la
hizo soltar el cepillo. Este cayó en el inodoro. Un cepillo que jamás va a usar
en su vida.
Contestó el celular.
-
¿Quién es y qué quieres?- no era su
saludo particular pero estaba enojada.
-
Soy Charlotte. Ya te dije quién soy,
ahora te diré lo que quiero. Quiero que vengas a mi casa.
-
¿Para qué?- preguntó Jessica. El tratar
de acordarse para que solo le provocaba dolor de cabeza.
-
La pijamada, ¿No te acuerdas? – La
palabra “pijamada” la hizo recordar.
-
Ya me acordé.
-
Te lo dije. Eres muy olvidadiza ¿Vas a
venir o no?
-
Llegaré en media hora. Olvídalo llegaré
en una hora. Me acabo de levantar y necesito alistarme.
-
Ven rápido.- eso fue lo que le dijo
antes de colgar.
Jessica pensó en ir a esa
milagrosa peluquería de nuevo. No tenía dinero y no le iba a pedir dinero a sus
padres. Jessica se prometió a si misma que ella misma se compraría sus cosas. Y
lo ha estado cumpliendo. Trabajo cuatro días a la semana en una tienda. Atiende
a los clientes y hace las labores de limpieza.
Se hizo una cola de
caballo y la cortó por la mitad con unas tijeras. No tenía la elegancia de ese
maravilloso corte de cabello pero tampoco estaba tan mal. Puso su pijama rosa
en su mochila. Se cambió poniéndose unos pantalones negros y una blusa blanca
con el dibujo de una abeja.
Abrió la puerta de su
cuarto.
Sus padres bloqueaban el
camino de Jessica. Ella frunció el ceño. Los dos estaban nerviosos, y no hacían
un buen trabajo en esconderlo. Los dos tenían las manos en la espalda. Esto no
puede ser bueno.
-
¿Qué le pasó a tu cabello?- preguntó su
padre con una voz robótica. Su sonrisa también tenía ese estado.
-
Me voy, hablamos luego.- Jessica no
quería hablar de su cabello. Le daba vergüenza.
-
¿Adónde vas?- su padre se acordó que era
la máxima autoridad de la familia.
-
A casa de… ¿Qué es eso?
El arma apuntaba a Jessica
en la cabeza. Su madre la sostenía.
-
Mamá baja esa pistola.- dijo Jessica con
la boca reseca.
-
Lo siento cariño. Es por tu propio bien.
Su madre disparó. En lugar
de una bala salió un dardo. Este pasó por la oreja derecha de Jessica y siguió
su camino hasta darle a una foto suya. Una foto en la que ella estaba con sus
padres en unas vacaciones por Machu Picchu. El dardo se clavó en su rostro.
No se esperaba eso. En la
mañana la despidieron dándole un beso en la mejilla cada uno (cosa que Jessica
odiaba). En la tarde tuvieron una pequeña discusión y en la noche le
disparaban.
¿Le disparaban por esa
discusión?
Si no es por eso.
Entonces, ¿Por qué?
La expresión de terror de
Jessica se quedó grabada en los rostros de sus padres. Escrito con tinta
indeleble tenían la expresión “monstruos” bien puesta en la cara.
-
Jessica nosotros…
Jessica se alejó de ellos
dándoles un gran empujón. Bajó por las escaleras hasta llegar a la puerta.
Escuchó los pasos de sus padres bajar por las escaleras. Otro dardo. No le
dieron a Jessica, sino a una foto suya. Esta vez en una foto circular de Jessica
a los 12 años con su uniforme escolar.
-
Rosario si vas a seguir disparando al
menos dale.- gritó Jonathan.
Jessica se fue sin cerrar
la puerta. La puerta la retenía. No tuvo tiempo de buscar sus llaves, mucho
menos de abrir esa puerta. Sin pensarlo dos veces saltó. Su plan era escalar
las rejas como si de una ladrona se tratase. Pero el plan le salió bien, demasiado
bien. Saltó hasta pasar la reja y aterrizó de pie en el otro lado.
-
Eso fue extraño.- fue lo primero que
pasó por la cabeza de Jessica.
No tuvo tiempo de pensar
en rarezas. Siguió corriendo. El matrimonio Arrieta salió de la casa. Ambos
preocupados. Rosario señaló al cielo. La noche había llegado.
Cuando la noche llega;
llega la luna.
Cuando la luna llega;
llega la transformación.
Cuando la transformación
llega; llega la muerte.
Muertos que se pueden
contar por docenas.
-
Hay que traerla Jonathan.
-
Antes de que se transforme.
-
Pero sí salimos nos transformaremos.
Necesitamos la caja fuerte para pasar la noche.
Jonathan le mostró una
expresión llena de confianza como si le estuviera diciendo: “No, no tendremos
que hacer eso cariño. Tengo un plan”.
-
Sígueme. Tengo una sorpresa especial
para ti.
Los dos bajaron al sótano.
Era como cualquier otro sótano lleno de cajas, cuyo contenido vale poco o nada
pero que tiene mucho valor sentimental. Lo que lo diferenciaba de otros sótanos
era la puerta de seguridad, era parecida a la de un banco.
Jonathan marcó una clave
de nueve cifras. La sabía de memoria. Se la aprendió con la ayuda de una
canción que el mismo compuso. Dentro de la caja fuerte habían tres bolsas de
dormir, algunos libro apilados, latas de comida y botellas de agua. Los Arrieta
pasaban las noches de luna llena dentro de esa caja fuerte y su hija no sabía
de su existencia. Siempre le ponían somníferos en el refresco para dormirla.
Querían que esto fuera un secreto.
Salvo por esa vez que se
olvidaron de planificarlo.
-
Las armas fueron una pésima idea. ¿En
que estaba pensando? Debimos usar los somníferos como siempre.
-
Se nos acabaron. Ahora pensará que somos
unos locos asesinos.
-
Que piense lo que quiera. Lo importante
es traerla a casa, a salvo.
-
¿Y la sorpresa?
Jonathan arrastró una caja
y entre los dos la abrieron. Había tres trajes aislantes de químicos
especializado en material radiactivo.
-
Con estos trajes nos vamos a olvidar de
la caja fuerte.
-
Pero me gusta la caja fuerte.
-
Si, a mi también. Pero nos puede servir
para salir y traer a nuestra hija de vuelta.
Caminaron hasta el auto. Rosario estaba avergonzada. Varias de sus amigas Vivian cerca ¿Qué pensarían si la vieran vestida así? ¿Por qué no tuvo que pasar esto en Halloween? Al menos ahí podía decir que se había disfrazado para la ocasión.
-
¿No pudiste haber comprado algo más discreto?
-
Por favor Rosario.- dijo Jonathan-.
Estos trajes me costaron 500 soles cada uno.
Los dos subieron al auto.
Antes de encender el motor Jonathan le preguntó a su esposa:
-
¿Tienes alguna idea de donde pudo haber
ido?
-
Antes de darle un tiros dijo que se iba
a casa de… y se fue.
-
¿A casa de quién?
-
Una vez me contó, de mala gana, que
tenía una amiga llamada Carlota, o algo así.
-
No, no se llamaba Carlota.- las voces
del matrimonio Arrieta sonaban con un leve eco tras la máscara- se llamaba
Charlotte- chasqueó los dedos- ¡Eso es! Se llamaba Charlotte.
El matrimonio estaba
contento de haber recibido su primera pista.
-
¿Y dónde vive esa tal Carlota, digo
Charlotte?- le preguntó Rosario.
Era una pregunta de un
millón de dólares. Había una respuesta pero ellos no la tenían. El matrimonio
Arrieta dijo al mismo tiempo:
-
Mierda.
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