Karen estaba en el funeral de su padre. Se retorcía en los asientos de la iglesia, como si estos tuvieran trozos de vidrio muy diminutos que le pinchaban las nalgas. Los asientos eran muy incomodos. Alejandro se había equivocado, mientras él y Verónica en medio de la carretera, ligeramente transitada, el funeral finalizaba y varios miembros de la familia se iban a casa, nadie quería para más tiempo ahí. Tanto el pueblo como el fallecido les deprimía.
De todas las maneras
esos dos hubieran llegado tarde, incluso si no se hubieran detenido para hacer
el amor como si no hubiera un mañana.
Karen miraba el ataúd
cerrado y se acordó en la enchilada que vomitó cuando fue a reconocer el
cadáver. Encima de la tapa había varios cuadros de un sonriente Armando Hoy (así
quería que los recordaran y no con la piltrafa humana que Alejandro había
convertido). Tenía un rostro alegre e intelectual, una cara particular en los escritores.
Su cabello negro mal peinado y barba de tres días le daba un aspecto de
detective de una novela de misterio o de algún mafioso de serie británica.
El padre hablaba de
lo buena persona que había sido Armando Joy en vida, de como si arte cambió la
vida de muchas personas, de cómo era querido tanto por las personas del pueblo
de “San Pablo” (al convertirse en una estrella), o por su propia familia (si
supiera). Karen apretaba un pañuelo con tanta fuerza que sus palmas quedaron
rojas y sus venas se hicieron visibles. No podía soportar esa metralla de
falsedades. Quería levantarse e irse lo más rápido de ahí.
Una bolsa de café
descansaba en su regazo. Su bolso estaba lleno y no cabía. Apenas llegó al
pueblo de “San Pablo”, conocido por sus hojas de menta y coca, Karen se topó
con una cafetería que servía uno de los mejores cafés que había probado en su
vida. La bolsa de café para pasar era un recuerdo de su viaje, que intentará
olvidar cada vez que tome una taza de café.
Karen odiaba a su
padre, aunque no tanto como Alejandro. Él si sentía un odio enfermizo hacia su
progenitor. Karen detestaba hablar con Alejandro porque todas sus malditas
conversaciones siempre terminaban en Armando Joy. Podrían hablar sobre lo que
consideran que es el sentido de la vida y el muy psicópata tomaría las riendas
y lo redirigiría al nuevo libro de Armando Joy.
Karen estaba más que
segura de que Alejandro había sido el responsable de la muerte de Armando Joy.
Esperaba de todo corazón que la policía lo apresara. No iba a ser muy difícil
conectar los puntos. Ella se imaginó a Alejandro, esposado, saliendo de su
apartamento acompañado de dos policías. Para hacer las cosas más emocionantes
Alejandro huye de la resbalosa mano de la ley. Corre unos metros y se resbala
con una cascara de plátano y cae de cara sobre un trozo de mierda de perro.
¿Por qué mierda de
perro? ¿Por qué no? Era la fantasía de Karen.
Ella intentó
aguantarse la risa, terminó esbozando una sonrisa cruel que llegó a los ojos llenos
de reproche de familiares y amigos personales de Armando Joy. Karen hundió la
cabeza avergonzada como si fuera una tortuga. Ahora se imaginaba a Alejandro,
armando con la mierda de perro, oponiendo resistencia mientras que la policía
sacaba sus armas reglamentarias.
Bang.
No pudieron asistir
todos los amigos de Alejandro Joy porque el funeral se celebró en un lugar muy
lejano. Si se hubiera celebrado en la capital, de seguro el lugar hubiera
estado más lleno. Vinieron algunos escritores, su agente literario y algunos
trabajadores de la editorial con los que Armando Joy trabajaba en sus novelas.
Si que vinieron
varios familiares del famoso escritor de terror (entre ellos su propia hija y
sus tres hermanos).
Karen estuvo tentada
en revisar su celular, llamar a su pareja, quería escuchar su voz (aunque
sonaba como un hombre que se había saltado la pubertad). No importaba. Estaba
terriblemente aburrida. Por un segundo se sintió culpable de pensar así. No se
supone que los funerales tengan que ser divertidos. Tienen que ser reflexivos
respecto a la persona que los había dejado. Karen lo entendía, había ido a
otros funerales que también habían sido aburridos, pero sentía un ligero
respecto hacia el muerto. Se unía al coro de llanto y tristeza de los demás
deudos.
Ahora mismo Karen
solo ahogaba bostezos. El funeral duró una hora más, Karen lo sintió como si le
hubieran extirpado un año de su vida, que era tan doloroso como si te
extirparan un diente con un alicate y sin anestesia.
Cordelia Gonzales, la
madre de Armando Joy y la abuela de Karen, les ofreció a todos a quedarse en su
humilde casita. Había preparado un seco de cabrito con frijoles y humitas de
entrada. A Karen le sorprendió la enorme cantidad de personas que declinaron la
oferta. Los dos escritores y la agente literaria tenían que tomar un vuelo
urgente, los trabajadores prefirieron quedarse en su hotel hasta el día
siguiente.
De la familia solo se
quedaron Karen, sus tres tíos y su madre. Varios tenían que irse, los
compromisos repentinos apremiaban. Sus tíos maternos Alberto y María tuvieron
que irse a la ciudad de emergencia porque uno de sus cinco hijos (Miguel),
igual de aburrido en el funeral que Karen, se tragó un rosario entero y
necesita una operación urgente. Karen los vio partir, jamás había visto a una
familia tan unida en toda su vida. Le causaba nauseas.
Todos se fueron con
un táper lleno con una generosa ración de comida y una rebanada de pastel de
vainilla con mantequilla
Karen pensó en tener
un hijo, quizá este le dé un poco de felicidad. Primero tuvo que poner en orden
sus finanzas, comenzando con encontrar otro trabajo. El contrato de su primer
trabajo terminó hace más de seis meses y en ese tiempo no había conseguido otro
trabajo.
Luego tenía que
conseguirse otra pareja que no fuera estéril.
La casita de Cordelia
era pequeña pero acogedora. La familia sentía una vorágine de recuerdos apenas
pusieron el primer pie en casa. Los hermanos Tomas, Cristina y Agustín hablaron
de la vez en la que Tomas rompió una ventana mientras jugaba al futbol, de cómo
Cristina hizo un concierto de flauta que maravilló a toda la familia, y de cómo
Armando trajo a una rana muerta a casa e intentó resucitarla con un conjuro que
sacó de un libro de la biblioteca. Los padres se quejaron al respecto y
mandaron a cerrarla.
Apenas la anécdota de
Armando Joy salió a la luz un aire de desolación se dejó ver en toda la sala.
Todos se quedaron callados por un momento. Cordelia se puso a llorar y Agustín
fue a consolarla.
Karen miraba su
plato, ajena a la situación. La comida estaba casi en su totalidad. Una presa
de carne mezclado con guiso verde, frijoles suaves y una ración de arroz. Al
lado de la silla de Karen había otro plato con restos casi invisibles de la
humita, algunos puntitos amarillos. Ese si se la había comido de un bocado.
Karen recordaba que
su padre le había dicho que su plato favorito era el seco de cabrito con
frijoles. Pero no cualquier seco de cabrito con frijoles, sino el platillo que
preparaba su madre. Según él superaba a varios chefs. Karen estaba sentada
sola, al lado de la mesa donde el resto de la familia estaba reunida. La mesa
era tan pequeña para una familia tan numerosa. A veces cuando había fiestas o
reuniones importantes varios tenían que comer parados.
Karen probó una
cucharada de la comida. Ya se había enfriado, pero seguía siendo deliciosa. Pensó
en su padre y en su carrera. Ella quería ser una escritora igual que su padre.
Como no quería que los relacionaran se cambió el nombre de Karen Joy a Karen
Gonzales. No escribía terror. Lo suyo eran las historias románticas más
empalagosas que la miel bañada en caramelo. Había escrito cinco libros, pero no
había conseguido publicar ninguno. Karen estudió la carrera de economía.
Financieramente las cosas le iban muy bien hasta que su contrato terminó.
Aprovechó el tiempo
libre para escribir un sexto libro. Su padre la animaba haciéndole una broma
cruel: “La sexta es la vencida”. Resultó no ser cierto. Muchas más cartas de
rechazo adornaron su refrigerador. Ella había leído que varias escritoras
pegaban sus cartas de rechazo en el refrigerador para motivarlas a seguir
trabajando. En el caso de Karen ocurría todo lo contrario, la desanimaban a tal
extremo que le cansaba abrir su propio refrigerador para prepararse un sándwich
de jamón.
Intentó pedirle un
consejo a su padre, pero este se negaba a hablar de literatura o de su propia
carrera literaria con su hija. Su padre siempre le decía: “Cada uno consigue su
propia carroña”. Karen no tenia idea de que diablos significaba eso. Armando
Joy no quería que su relación padre-hija estuviera cimentadas en los intentos y
fracasos de su primogénita en seguir los pasos de su progenitor.
Al no haber otra cosa
en común entre los dos su relación se fue deteriorando hasta convertirse en la
sombra de lo que alguna vez fue. Karen y su padre fueron muy unidos cuando ella
era una bebé. Armando Joy le había comentado una vez:
“Eras una criaturita preciosa. Los dos
estábamos juntos todo el tiempo, nada podía separarnos. Todo iba bien hasta que
empezaste a hablar…”
Karen tenía nueve
años cuando le dijo eso. Lo recordaba perfectamente, estaban viendo la
sirenita. Karen Joy se imaginó a si misma, con dos tanques de oxígeno, en el
fondo del océano haciendo un trato con esa tan Úrsula. Su voz a cambio de algo.
De lo que sea, solo quería deshacerse de su voz. Sin su voz las cosas
mejorarían con su padre.
Karen hundió el
tenedor en la presa hasta atravesarla por completo, era un enorme trozo de
carne. Lo levantó. Algunos frijoles se quedaron pegados en la misma. Pensó en
su último encuentro con su padre y se metió el pedazo de carne en la boca.
- Maldito.- dijo en voz baja. Los demás conversaban tranquilamente, sin prestarle atención.
Ese pequeño
movimiento en su boca al decir esa palabra bastó para que el trozo de carne,
sin masticar, se fuera por el otro túnel. Karen tosió con fuerza, eso solo
causó que la carne entrara más adentro de su tráquea. Se estaba ahogando. Tomas
se levantó de golpe al ver a su sobrina intentando respirar, su piel se había
tornado morada. Le hizo la maniobra de Heimlich dándole golpes en la espalda y
presionado su abdomen. Karen escupió el trozo de carne. Recuperó el color de su
cara. Sus ojos estaban al rojo vivo.
- Deberías masticar la comida.- le aconsejó su tía Cristina.
- Si, por poco y te unes al viejo.- añadió su tío Thomas con una expresión diabólica que causó molestia en Karen.
Karen perdió el
apetito. Karen estaba alucinando, tal vez se debía a su cerebro recuperándose
por el repentino corte de oxígeno. Veía el libro: “El culto a la carne y otros
cuentos” de Armando Joy encima de su plato. Al igual que Alejandro, ella
también fue un personaje en una historia de Armando Joy.
Una aspirante a
escritora consiguió un trabajo como asistente de un escritor de terror, uno muy
exitoso, pero poco creativo. Cuando iba a trabajar lo encontraba jugando
videojuegos o viendo las redes sociales. Ya en la noche, cuando se iba, recién
se ponía a trabajar. La aspirante se quedó oculta para ver su verdadero proceso
y, quizá, aprender algo para sus propios trabajos. De día solo aprendía códigos
para mejorar en los videojuegos.
Descubrió que las
ideas no venían de su cabeza, sino de una bestia que tenia encadenada en su
sótano. La bestia abría una boca, que tenia el tamaño de su cabeza, y sacaba
una lengua puntiaguda. Dicha lengua entraba a la cabeza del hombre e inyectaba
un extraño liquido verde directo a su cerebro. Con la ayuda de ese liquido el
escritor conseguía sus ideas, con las cuales asustaba a toda una generación de
lectores.
Pero la bestia, de
piel marrón y húmeda, tres ojos y dos apéndices en el estómago que le servían
de brazos, no lo hacía gratis. Siempre quería algo. Ya sean cerebros, pizza,
conexión a internet (tenia más de 500 seguidores en Twitter), una cuenta de Netflix,
entre otras cosas. En esta ocasión quería carne.
Ahí entraba su
asistente.
La drogó y la metió
dentro del sótano. Le dio su dosis al escritor, quien se puso a trabajar de
inmediato. Escribió el primer borrador en solo cuatro días.
La bestia abrió la
cabeza de la asistente como si fuera una lata de atún, con sus tentáculos que
terminaban en dos pinzas removió su cerebro e inyectó mucho más profundo ese
misterioso liquido verde. Borró cualquier recuerdo y rastro de identidad de la
aspirante hasta convertirla en un sumiso cascaron vacío que vive solo para
satisfacer los deseos más retorcidos y perversos de La Bestia.
La aspirante se
llamaba Karen González.

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